1968, La tormenta que anunció la muerte en Juárez

 

PRIMER LUGAR EN EL CERTAMEN “GÉNERO Y JUSTICIA”, CONVOCADO POR LA SUPREMA CORTE DE JUSTICIA DE LA NACIÓN Y EL ALTO COMISIONADO DE LA ONU EN MÉXICO.

1968, La tormenta que anunció la muerte en Juárez

Beatriz Argelia González

La madrugada en que asesinaron a las niñas Rosa María Chaires y María Esther Pastrana cayó una tormenta sobre Ciudad Juárez. Era el preludio: veinticinco años después la violencia de género se convertiría en el signo de los tiempos. El sepelio realizado el 23 de agosto de 1968 en el cementerio El Tepeyac, devino en protesta cuando los dolientes lanzaron gritos para exigir justicia a las autoridades.

Como muchos de los feminicidios que han sido documentados desde 1993 en la fronteriza metrópoli, el caso no fue resuelto. La respuesta obtenida por las familias de las dos víctimas fue la captura de una veintena de indigentes que de vez en vez pernoctaban en la colonia Melchor Ocampo, donde fueron hallados los cadáveres. Días más tarde el grupo de “probables responsables” quedó libre tras la detención de Ramón Viña Beltrán, alias “El Barrabás”, quien fue presentado ante la opinión pública juarense que entonces reprobó la actuación de la policía y consideró que se trataba de un ardid judicial con todo y “chivo expiatorio”.

De poco sirvió la recompensa ofrecida. Nadie denunció a nadie. En el convulsionado año 1968, los crímenes de las pequeñas fueron considerados actos aislados, obra de algún “chacal” o “buitre”, como llamó la prensa amarillista al o los desconocidos asesinos. Sin embargo, meses atrás, otras dos menores, identificadas como Graciela y Delfina “N” habían sido ejecutadas de manera similar: violadas y torturadas.

El común denominador entre estos viejos casos y las “muertas de Juárez” -término acuñado para identificar a las mujeres asesinadas en la urbe maquiladora en la última década del siglo XX- es la impunidad, la indolencia de los encargados de impartir justicia cuando señalan como causas el descuido de los padres de familia, la reputación de la víctima, la manera en que vestían, la hora en que deambulaban por la calle o hasta el hecho de “ser bonitas”. Pero este fenómeno que ha indignado a la sociedad mexicana y a la comunidad internacional no parecía ser un problema de políticas públicas en el verano del 68. Para entonces, Práxedes Giner Durán, gobernador de Chihuahua se dedicaba a atender todo lo relacionado con el cambio de poderes en el estado puesto que se encontraba a pocos meses de dejar el cargo al electo Óscar Flores Sánchez, mientras que Armando González Soto se retiraba de la presidencia municipal de Ciudad Juárez y se ponía a las órdenes de su partido, el Revolucionario Institucional. La carrera política de estos personajes parecía anteponerse a la problemática social de la región.

En el año en que el régimen encabezado por Gustavo Díaz Ordaz masacró a decenas de civiles en Tlatelolco –aunque la cifra no ha sido precisada aún- el concepto “derechos humanos” no existía en la agenda gubernamental mexicana. La violencia ejercida en contra de la mujer a todos los niveles y en distintos ámbitos formaba parte de la cotidianidad.

El discurso oficial y las representaciones de los medios de comunicación en torno a lo femenino se encargaron de reforzar un patrón vinculado indisolublemente a la sumisión y el sacrificio. En la época, el primer mandatario se refería a la mujer como aquella que “continúa siendo la mantenedora del fuego sagrado de la patria, y al mismo tiempo ha llevado a distintos campos de la actividad social y últimamente al de la política, sus atributos de dignidad y tacto, de dulzura y fineza, de abnegación y constancia”.

Casi en su conjunto los diarios, revistas, programas televisivos y radiofónicos insistían en la “realización” femenina a partir de la experiencia de la maternidad y desde luego, del cumplimiento de su papel como esposas. El modelo patriarcal y el autoritarismo del Estado se convirtieron en un importante referente en la esfera privada, por lo que los golpes e insultos propinados a las mujeres solían ir acompañados de una justificación.

La sistemática violación de los derechos humanos y las garantías individuales en Ciudad Juárez no es reciente. La prensa local de los años sesenta, setenta y ochenta documentó innumerables historias en las que predomina el abuso sicológico y el maltrato físico y sexual en contra de hijas, hijastras, sobrinas, nietas, madres, abuelas, vecinas, amigas, novias y esposas. Por desgracia, estos hechos sólo se consideraron dignos de la nota roja. De ellos, una mínima parte fue denunciada: eran los días en que los Ministerios Públicos recomendaban a las consortes golpeadas o violadas perdonar a su marido y retirar la demanda judicial interpuesta.

El nivel de violencia de género que alcanzó la ciudad ubicada en el estado de Chihuahua durante la década de los noventa no puede atribuirse exclusivamente a factores como el auge de la industria maquiladora a través de la instalación de más de 300 plantas textiles y ensambladoras, las disputas por territorio entre los cárteles del narcotráfico y la ineficacia de las autoridades locales, estatales y federales. Este panorama que ha colocado a las juarenses en un estado de total indefensión tiene raíces más profundas.

Como ha señalado la historiadora Patricia Galeana, “a partir de la década de los 60´s, Juárez registró el mayor aumento de población dedicada a la actividad industrial”, lo cual significó la inserción al mercado laboral de una buena parte de la población femenina y con ello un escenario en el que confluyeron el acoso sexual y la violación a los derechos laborales.

La crueldad manifiesta en los cuerpos de los primeros casos dados a conocer en 1993 no es distinta ni ajena a las agresiones cometidas en contra de Rosa María Chaires y María Esther Pastrana 25 años atrás, por el contrario, visibiliza la violencia como una condición impuesta para las mujeres de ese municipio desde hace varios lustros. Un elemento que conecta los crímenes cometidos en 1968 con los ejecutados a partir de 1993 es la serie de prácticas culturales persistentes en el imaginario colectivo construidas alrededor de estereotipos y estigmatizaciones.

El día anterior a su muerte las dos amigas salieron a jugar en los alrededores de su casa, pero desaparecieron a las pocas horas. Sus madres, María del Carmen Barajas y María Elena Luna, las reportaron como extraviadas. La tarde del 22 de agosto de aquel año, Andrés García, empleado de una leñería ubicada entre las calles Saltillo y Benito Juárez, en la colonia Melchor Ocampo -una de las más violentas en la actualidad- descubrió los cadáveres en un refrigerador de uso comercial abandonado a las afueras del inmueble en el que trabajaba. Rosita tenía cuatro años. María Esther, cinco. El dictamen oficial entregado por la policía judicial del estado a los padres de las víctimas confirmó que ambas fallecieron asfixiadas luego de haber sido abusadas sexualmente. El o los homicidas les propinaron sendas palizas, al grado que sus cuerpos presentaban innumerables hematomas y huellas frescas de zapatos sobre su piel.

En su breve vida, la más pequeña de ellas había sido atacada anteriormente por un hombre identificado como Ramón Viña, “El Barrabás”. Con esa información proporcionada por los familiares, las autoridades lo detuvieron y presentaron como “presunto responsable” del doble asesinato. El hecho fue interpretado por allegados y parientes como una estrategia para acallar los gritos lanzados la tarde del entierro, cuando entre lágrimas, los asistentes reclamaron justicia, una acción inédita hasta entonces.

La tormenta que cayó sobre Ciudad Juárez la madrugada en que asesinaron a Rosita y Esther fue sólo un presagio: de acuerdo con datos periodísticos, desde 1993 han sido torturadas, mutiladas y asesinadas 7 mil 649 mujeres. La demanda que hicieran los dolientes el día en que las niñas fueron sepultadas jamás tuvo respuesta. Cuarenta y dos años después la exigencia es la misma.